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quinta-feira, 18 de setembro de 2008

La fosa que los Lorca no quieren abrir


Domingo, 14 de Octubre de 2007, número 625

LEY DE LA MEMORIA / DOS OSARIOS

TRAS 71 AÑOS de misterio, la Ley de Memoria puede forzar la exhumación del poeta. Los Lorca lucharán por impedirlo. CRONICA revela las coordenadas de la fosa. Y la visita en su deplorable abandono
JAVIER GOMEZ

Tres grados longitud oeste. Treinta y siete grados latitud norte. Más exacto aún: vértice X 451033.87 / vértice Y 4122370.79. Tras la asepsia cartesiana de estas coordenadas, quién lo diría, se esconde el meridiano de la poesía. Una leyenda cubierta por el fango borroso del misterio. La puntería ciega con la que España se destripó en el 36. La fosa en la que reposan los huesos y se retuerce el recuerdo de Federico García Lorca.

Esta cicatriz invisible de Alfacar (Granada), la más famosa de las miles aradas en las cunetas de la Guerra Civil, era también la única destinada a permanecer sepulta ad aeternum por deseo de los descendientes del dramaturgo y poeta español más famoso del siglo XX. Sin embargo, podría ser la primera que se le extirpe al olvido en cuanto se promulgue la nueva Ley de Memoria Histórica.

Muchas veces, al caminar por estos sitios de leyendas lejanas, observamos parajes solitarios donde nuestra alma quisiera reposar siempre, escribió el de Fuente Vaqueros en Impresiones y paisajes. En 1936, este recoveco serrano, mecido por el batir de las águilas, con sus encías peladas asomadas a los campos de trigo y cebada, podía ser uno de estos trascachos ensimismantes. La escritora francesa Marguerite Yourcenar, prendada con este recodo andaluz, clavó en 1960 una sentencia que sigue pesando en la polémica: «Esta es la tumba más hermosa para un poeta».

Hoy, el paraje, varado en el camino de Alfacar a Víznar, a nueve kilómetros de Granada, no es más que un sinsentido histórico. La melancolía de un parque embutido en la nada. Una alfombra para botellones. Una cancela oxidada. Un cafarnaúm de condones descorchados. Un runrún polvoriento de camiones. Y de fondo, ironías de la nueva España, una grúa enhiesta y fanfarrona, retando al primer valiente que se atreva a sacarle un verso.

Contaba Pepín Bello que cuando el autor de Poeta en Nueva York estaba en una habitación, «no hacía ni calor ni frío: hacía Federico». En el parque nacional de la Sierra de Huétor, sobre el tomillo que se alimentó de sus restos, hace calor. Mucho. No hay más sombra que la que proyecta uno de los capítulos más lóbregos de nuestra Historia. La que era tierra de siembra está hoy tan seca como los escrúpulos de quienes sacaron del bolsillo a Federico el paquete de Lucky Strike después de haber apretado el gatillo . «Un lugar indigno para el que Naciones Unidas considera el desaparecido más célebre del mundo», se solivianta Francisco González Arroyo, historiador y presidente de la sección granadina de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, con sus ojuelos clavados en una litrona que escolta el descanso del poeta.

La fosa de Lorca es, según los testimonios de la época, la única a este lado de la acequia. ¿Deferencia hacia el que ya era un creador de renombre? ¿Una pista para poder encontrarlo? Quizás simple casualidad. La cañada, en época de los árabes, llevaba el agua hasta el Albaicín trágico y moruno. Aynadamar, la llamaban. O sea, fuente de lágrimas.

Al otro lado de la vaguada, que delimita una descuidada entelequia, llamada parque Federico García Lorca, se yergue un pinar. Las raíces de los árboles se arraciman con los huesos de otros 300 cadáveres también fusilados. Nunca podrán ser recuperados.

Anja y Maria, dos estudiantes berlinesas de 25 años, han viajado hasta aquí sólo para honrar la memoria del autor que descubrieron leyendo La casa de Bernarda Alba. Ni avisadas como estaban sobre la enjutez del lugar consiguen digerir esta sobredosis de olvido en un lugar dedicado a la memoria. «Es desolador», balbucean. Tiran tres fotos. Parten a los dos minutos. Ahora, a pesar de los 28 grados de octubre, empieza a hacer frío en el parque Federico García Lorca.

Tras años de penumbra legal, la apertura del arcón de la Memoria Histórica podría poner fin a esta situación. La ley alumbra el derecho de las familias a exhumar los restos de aquellos antepasados «desaparecidos violentamente durante la Guerra Civil». Dos de los tres obstáculos que llevan 71 años enquistando el caso García Lorca, la autorización y el coste de los trabajos, correrán por cargo del Estado. El tercero y definitivo, la férrea voluntad familiar de dejar la Historia como está, permanece todavía inmutable.

LOS NIETOS DE LOS OTROS

La negativa de los Lorca, aunque tenaz, puede resultar insuficiente frente al empecinamiento de Nieves Galindo y Francisco Galadí por recuperar los restos de sus abuelos, que comparten tragedia y lecho con García Lorca.

Fueron cuatro los rojos a los que los matones encamisados que comandaba Ramón Ruiz Alonso dieron el paseo en Alfacar, la madrugada del 18 de agosto de 1936, recién horneado el alzamiento. Acompañaban al autor de Yerma Dióscoro Galindo González, profesor de escuela vallisoletano que dictaba lección al compás de su pata de madera, Francisco Galadí Melgar y Juan Arcollas Cabezas, anarquistas y banderilleros de un mismo torero. Ni Dios, ni amo, ni rey, pero con maestro de luces.

El gemido blanco que rompió aquel alba convirtió ese trozo de tierra granaína en un verso inacabado de la verdad. La estrofa podría quedar completa antes de finales de año, cuando está previsto que la ley entre en vigor. «Al día siguiente de que se promulgue, presentaremos la solicitud correspondiente», aseguraron a Crónica los descendientes de Galindo y Galadí, convencidos de que ganarán la batalla que comenzaran sus padres. Como de Arcollas no dejó prole, quedan dos familias sin nombre contra el peso de un apellido. «Por mucho nombre que tengan, ahí abajo no hay diferencia entre los huesos de mi abuelo y los de García Lorca», afirma el nieto de Galadí.

Laura García Lorca, presidenta de la fundación que lleva el nombre de su tío, no descarta ir a los tribunales para impedir que se remueva el terruño bajo el cual se supone que está enterrado su antecesor. «Estamos dispuestos a ello, pero todo dependerá del contenido concreto de la ley. Las convicciones de la familia no han variado. El texto también defiende los derechos de quienes no deseamos desenterrar los restos», declaró a Crónica, rompiendo su silencio sepulcral de los últimos días.

La progenie del poeta se agarra al apartado 3 del artículo 13 del proyecto de ley, que recomienda «ponderar especialmente» la oposición de los descendientes a desenterrar los restos. La apostilla parece concebida ad hoc para los Lorca, única familia en España que se opone frontalmente a recuperar el cadáver de su antecesor, según la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, que hace siete años empezó a rastrillar los prados de penas de la España más saturnal.

Los especialistas consideran que, con la palanca de las Cortes, la apertura del sepulcro es cuestión de meses. «Esta ley da el paso definitivo para exhumar el cadáver de Federico», celebra Francisco González, historiador y presidente de la sección granadina de este grupo, que contabiliza en la provincia 80 fosas comunes, según un informe que entregará en octubre a la Junta de Andalucía. En algunos de esos pozos de la infamia, como el barranco de Víznar, a un kilómetro de Alfacar, se apilan hasta 2.000 cadáveres.

La Asociación para la Recuperación de la Memoria ha identificado 1.200 fosas en toda España. La cifra real podría ser tres o cuatro veces mayor: en los últimos meses, les han llegado 20.000 nuevas indicaciones sobre posibles osarios. Aquellas «casas de ojos vacíos» que describía García Lorca empiezan a recordar lo que vieron y callaron.

MANOLO «EL COMUNISTA»

Dentro de un mes, el patronato de la Fundación García Lorca y el sanedrín que forman los seis descendientes directos del santo y seña de la Generación del 27 se reunirán para desbrozar su estrategia ante el nuevo horizonte legal. Laura García Lorca estudia lanzar una propuesta para la preservación del lugar , pero se niega a deshacer su enroque: «Poco importa que esté unos metros más allá o más acá. Ni siquiera hay certeza de que yazca donde dicen. La memoria de García Lorca debe trascender a través de sus obras, no de sus huesos».

Ajeno a esta teoría, el equipo de exhumación, compuesto por 35 especialistas de la Universidad de Granada, entre arqueólogos, historiadores y antropólogos, lleva tres años listo para actuar. En cuanto reciban luz verde, pueden despejar el gran misterio en siete días. «Sería fácil. Los restos no estarán a más de un metro de profundidad», afirma el antropólogo Miguel Botella. Un examen posterior de ADN, que realizará el prestigioso José Antonio Lorente, aportará los detalles de la tragedia. Muchos de estos expertos han trabajado en las 94 exhumaciones llevadas a cabo en la Península. Más de mil identidades resucitadas.

Los responsables del proyecto niegan haber llevado a cabo prospecciones extraoficiales para localizar los restos del poeta. Sin embargo, fuentes cercanas a la investigación aseguraron a Crónica que los georradares ya se han puesto en funcionamiento. Esto explicaría que el punto exacto en el que cavarán los expertos de la Universidad de Granada no sea ninguno de los tradicionalmente citados como marcas externas de la fosa: el olivo retorcido o el plinto en memoria «de las víctimas de la Guerra Civil y de Federico García Lorca», sobre el que hoy reposan ramos de rosas secas.

El epicentro de la elegía está a diez metros del árbol, cinco del monolito y tres de la acequia. En varias fotos de la época, se aprecia una ligera hondonada. Allí donde Manuel Castilla, «Manolo el comunista», echó varias paladas de tierra para sepultar los cuerpos, a fin de no terminar también en el hoyo. Los cuatro esqueletos, cosidos a balazos, estarían alineados por parejas: Federico junto al maestro Dióscoro y, a los pies de éstos, los banderilleros cenetistas hombro con hombro.

El hispanista Ian Gibson, una vida dedicada al estudio del mito, anhela poder dar la última puntada a la biografía de Lorca: «Es aberrante para el nombre de García Lorca y para España que, 71 años después, siga sin saberse qué ocurrió. Debería ser cuestión de Estado. Pero estoy convencido de que nos acercamos al final del laberinto». Gibson, que publica en estos días El hombre que detuvo a García Lorca, un estudio sobre el furibundo diputado antisocialista Ramón Ruiz Alonso, está convencido de que el poeta fue torturado con el «rencor provinciano» que años después reconociese Serrano Suñer. Y se pregunta si un descubrimiento como ése no tendría hoy consecuencias políticas, candentes como están los garrotes goyescos de las dos Españas.

«DOS TIROS EN EL CULO»

Para poner fin a rumores y leyendas, como un posible traslado subrepticio del cadáver durante el franquismo a la Huerta de San Vicente, casa museo del autor, Gibson lanzó un reto a Laura García Lorca: «Que reconozca por una vez oficialmente que la familia nunca desenterró en secreto los restos del poeta durante el franquismo». Desafío que la presidenta del legado memorial de García Lorca acepta en Crónica: «Por supuesto que nunca ha ocurrido algo semejante».

«Terminó la antigua historia romántica del río... No queda nada de lo que antes viera el agua... La historia está quieta...», escribió la mano confiada de Lorca, cuando aún no sabía que ser homosexual y defensor de la República merecía para algunos «dos tiros en el culo». Después de 71 años de silencio doliente, su historia, que es la nuestra, podría empezar a fluir de nuevo.



LA OTRA TUMBA
JULIO CESAR IGLESIAS

A mediodía, una joven ataviada con vaqueros, calzado deportivo y forro polar se cruza con una treintena de turistas japoneses en las profundidades de la basílica del Valle de los Caídos. Junto a la tumba de José Antonio Primo de Rivera, ante el altar mayor, interrumpe la marcha, se cuadra durante un segundo, hace el saludo falangista y sigue su camino sin volver la cabeza: por su comportamiento marcial y su aire distante se diría que está participando en un desfile imaginario. Sorprendidos, los japoneses piden una explicación. El guía señala un lugar en el suelo. Luego, con la diligencia mecánica de una grabadora, repite un discurso del que sólo sobresalen los nombres propios. Más o menos, cada 10 palabras aparece Francisco Franco.

Mientras inspeccionaba el gigantesco túnel que el arquitecto Diego Méndez pretendía transformar en un templo, Franco hizo un gesto de contrariedad. Esperaba igualar o quizá superar las inspiraciones de amplitud del monasterio de San Lorenzo del Escorial, pero los 260 metros de profundidad del enorme agujero provocaban en las paredes un odioso efecto de aproximación. Por tanto los responsables deberían tomar medidas urgentes para compensar aquel opresivo ambiente subterráneo: tendrían que hacer un rediseño del proyecto inicial de Pedro Muguruza, abrir la perspectiva y transmitir a los visitantes la sensación de plenitud de los grandes escenarios. En resumen, habría que convertir el reducto en una galería; jugar con los bajorrelieves, con el vano de las capillas, con el colorido de los tapices y, por supuesto, con la altura y el acabado de la cúpula. Cambiarlo todo, vamos.

No muy lejos, 3.000 canteros reponían a toda velocidad las existencias de dos tipos de granito, gris y dorado, desde los peñascales de la sierra. Durante 19 años, un ejército de artesanos y otro de presos políticos aceptaron un armisticio forzoso como recurso de subsistencia y consiguieron terminar el descomunal mausoleo: arriba, la gran cruz, con sus 150 metros de altura, los cíclopes de Juan de Avalos y el pedestal de rocas aborregadas; abajo, la explanada, la exedra, la Piedad o las puertas de bronce que tanto atraían al grupo de japoneses, cuyas pisadas, pom, pom, pom, dejaban una huella imperceptible sobre el mármol negro a última hora de la mañana.

Sin embargo no han prestado especial atención a la segunda tumba. Está cubierta por una lápida de dimensiones idénticas a la primera, pero hay otro nombre bajo una cruz hendida: Francisco Franco.

Para ella el general eligió un significativo emplazamiento entre el altar mayor y el coro: las oraciones pasarían sobre él sin intermediarios. Antes había supervisado el cumplimiento de todos los cambios pedidos a Diego Méndez y, por cierto, quiso estar presente en un acto muy particular: el de la tala del enebro de los bosques de Segovia sobre el que Julio Beobide esculpiría el crucifijo principal. «Aquí fusilan como si talaran», había dicho el corresponsal y piloto Saint-Exupéry, horrorizado por la trivialidad de la vida en la retaguardia. Con varios años de retraso, en un guiño inexplicable, la Historia le devolvía la metáfora del árbol caído.

El conjunto fue inaugurado el 1 de abril de 1959, veinte años después del final de la Guerra Civil. Cada día recibe a cientos y a veces miles de visitantes movidos por distintos impulsos: españoles o extranjeros, hay turistas recelosos, nostálgicos, despistados, curiosos, comprometidos, silenciosos, jóvenes y viejos. Procedentes de la carretera de la Coruña dejan atrás la sierra de Guadarrama, uno de los escenarios más duros de la guerra: un rápido paseo entre las casamatas de hormigón les bastaría para recuperar algún cartucho de fusil o, quién sabe, para escuchar el disparo póstumo de la cámara de Robert Capa.

A la salida algunos parecen deslumbrados por el contraste de luces. Miran alrededor, descubren de nuevo las arboledas de Cuelgamuros, comparten las impresiones de la visita y comentan la futura Ley de la Memoria. Desde el Parlamento, el ponente socialista José Andrés Torres Mora había explicado sus consecuencias para el Complejo: «El Valle de los Caídos se regirá estrictamente por las normas aplicables con carácter general a los lugares de culto y cementerios públicos: en ningún lugar del recinto podrán llevarse a cabo actos de naturaleza política ni exaltadores de la Guerra Civil, de sus protagonistas ni del franquismo».

Inmediatamente los rezagados empiezan a discutir. Para los que quieren recordar, lo importante son los caídos. Para los que prefieren olvidar, lo importante es el valle.

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