Cinco días antes de la fecha que eligió para morir, las manos en el
regazo de Pedro Martínez no son una señal de entrega o mansedumbre. Hace
ya meses que las tiene continuamente así, porque la
esclerosis lateral amiotrófica
(ELA) que las atenaza las dejó inertes. Pero este hombre que nació en
Teruel hace 34 años ha mantenido la lucha en la mirada y en la
determinación de controlar el devenir de su enfermedad hasta conseguir
una sedación terminal que, para cuando se publican estas líneas, ya ha
puesto fin a su vida. En los días previos a la sedación que terminó con
su sufrimiento, Pedro Martínez se despide de los suyos y comparte su
experiencia con EL PAÍS.
Pedro ha llegado al límite. La ELA es una enfermedad que ataca de
fuera adentro: empieza por las extremidades y va acercándose al tórax,
hasta que paraliza los músculos necesarios para tragar o respirar. En
España
la padecen unas 4.000 personas
y se diagnostica a unas 900 al año. No tiene una causa conocida y, lo
que es peor, tampoco hay tratamiento. Afecta casi siempre a gente joven y
la supervivencia media desde el diagnóstico no excede de los tres años.
Pedro estaba ya en ese plazo. “Tuve los primeros síntomas hace cuatro
años. Dolores, calambres… Pero no me dijeron lo que tenía hasta hace
dos. La verdad es que ahí los médicos dejaron mucho que desear”, dice
socarrón horas antes de morir. En esos dos años, Pedro ha perdido la
movilidad y la funcionalidad de los brazos y las piernas. Para fumar, un
amigo le ha construido un soporte a partir de un perchero en el que su
novia Lola sujeta el pitillo que otro amigo acaba de liar. Una máscara
del personaje de dibujos animados del inspector Gadget da un toque
humano al invento. Puesto a la altura de la cabeza, el hombre solo tiene
que acercar la boca para dar una calada. Pero, enfrascado en la
conversación como está, a Pedro se le olvida fumar y el cigarrillo se
apaga, así que Lola tiene que ir a cada rato a encenderlo de nuevo.
Quiero reivindicar que, al menos, se despenalice el suicidio asistido”
Cinco días antes de morir, como todos los días, pasa el día postrado,
porque las piernas ya no le sostienen. “Veo la tele, porque no puedo
sujetar un libro o un
fanzine [que es lo que prefiere] para leer. No puedo ni pasar las hojas. A veces, algún amigo me lee algo, pero me canso”.
Es solo una muestra de la dependencia absoluta que ha vivido Pedro en
los últimos tiempos. “Cuando ya no puedes valerte por ti mismo no es
una vida digna”, dice convencido. Y eso que él tiene una amplia red de
apoyo. Si algo puede decirse, es que no está solo en ningún momento. “Al
principio, cuando me dieron el diagnóstico, nos fuimos a vivir seis al
campito”. Ahora, Pedro y Lola viven en un pisito de un barrio modesto
cerca de la estación del AVE de Sevilla. “Es de un familiar y de renta
antigua”, dice Pedro, que explica que él solo cobra 509 euros de una
pensión no contributiva. “Pedimos la ayuda de la dependencia hace dos
años, pero hasta ahora, nada”. Mientras tanto, Lola se encarga de todo,
de darle de comer, del aseo… una amplia red de amigos, huella de una
vida intensa, hacen de soporte para una situación que no tiene salida.
La casa está muy caliente. “Es que tengo frío siempre”, dice él.
Pedimos la ayuda de la dependencia hace dos años, pero nada”
Cuesta entenderle cuando habla. La paralización ya le afecta a la
capacidad de vocalizar, y Lola tiene que hacer a veces de traductora. Es
la mejor pedróloga, dice con buen humor. Pero eso no es lo peor. El
hombre empieza a tener problemas con la garganta y tragar cada comida es
una tortura y una amenaza. “No quiero morir ahogado. Ya me ha pasado
varias veces que la comida se me ha ido hacia los pulmones. Además, me
cuesta mucho masticar. Tengo que pasarlo todo con mucho líquido, y eso
es más peligroso”.
Esta situación es la que le ha llevado a tomar una decisión, a estas
horas irreversible: quiere que le seden. No quiere tener más la
angustia, el sufrimiento. Y, sobre todo, él, que se define como un
“antitodo”, entiende que ya lo que tiene por delante es solo una agonía
de un par de meses como mucho, siempre con el riesgo de asfixiarse, de
ahogarse. Pero Pedro se ha encontrado con un escollo. Él, que ha sido un
poco de todo —un buen estudiante que sacó el título de técnico de
laboratorio y que ha trabajado de albañil, de camarero, de lo que
surgía, o de nada—, quiere estar seguro de que va a vivir con dignidad
hasta el final. “Uno debe tener el control de su propia vida. Yo he
apurado la vida. He dormido en casas de campo, en un banco y en el
talego. Participé en la
okupación del túnel de Casas Viejas
[una acción en 2007 que acabó con un desalojo por la policía ]. No se
trata de morir con dignidad. Se trata de vivir con dignidad hasta el
final, llevando el control de lo que se hace”.
Por eso se desespera cuando ve que los servicios de cuidados
paliativos no le ofrecen lo que pide. “Han venido a verme y dicen que no
me estoy muriendo, aunque saben que no voy a vivir mucho. Que esto no
es una agonía. Me han llegado a decir que deje de comer y beber unos
días, y que así, cuando me deteriore, podrán aplicarme la sedación
paliativa; los he echado de casa”, cuenta encendido, y Lola tiene que
hacer de traductora porque las palabras se atropellan y el hombre se
fatiga. “Es lo malo de esta enfermedad. Es como una cárcel cada vez más
estrecha. No puedes ni pegar un golpe en la mesa y salir corriendo
cuando te desesperas”.
No quiero morir ahogado. Ya me ha pasado varias veces que la comida se me ha ido hacia los pulmones"
Por eso ha decidido contarle a EL PAÍS su caso. Lo hizo el miércoles
14, cuando ya tenía todo decidido. Estaba pendiente de una visita del
servicio de paliativos del hospital Virgen Macarena de Sevilla, para
repetirles su petición. “No voy a ir más al hospital. No quiero que me
sonden ni que me pongan un respirador. ¿Para qué? ¿Para durar tres meses
en vez de dos? Lo que quiero es acabar tranquilo y dejar de sufrir. Que
cada comida no sea una amenaza”. No le hicieron caso. Pero Pedro se
guardaba un as en la manga. “Contacté con
Derecho a Morir Dignamente
hace mucho. Y ellos me han dado tranquilidad. Si he seguido hasta
ahora, ha sido porque sé que ellos me van a ayudar. Si no, habría tomado
la decisión de quitarme la vida antes”, afirma. “La ley de muerte digna
andaluza no prevé casos como el mío. Está pensada para gente con
cáncer. Pero a mí me dicen que no estoy terminal”.
La verdad es que la norma andaluza no puede ir más allá de lo que
establece la legislación estatal: en España la eutanasia se considera un
homicidio y la ayuda necesaria al suicidio está castigada por el Código
Penal, aunque con atenuantes. Tampoco la ley de muerte digna que el
Gobierno envió al Congreso antes de la convocatoria de las últimas
elecciones cambia esta situación. A imagen de la norma andaluza, en la
que se basa, deja claro que debe prevalecer la voluntad del paciente de
renunciar a un tratamiento, que eso no debe impedir que los médicos le
ofrezcan otras alternativas y, además, defiende a los profesionales que
actúen por respeto a la voluntad de los enfermos, aunque la consecuencia
sea acortar su vida.
¿Mi epitafio? ‘Muerte al Estado y viva la anarquía’. Dilo así”
Cinco días antes de morir, Pedro lo tiene todo preparado. Y sabe que
es su última lucha. “Quiero reivindicar la eutanasia legal, o, por lo
menos, que se despenalice el suicidio asistido. Ojalá con mi caso se
reabra el debate”, dice. Pero, a falta de que la legislación le ampare,
va a ir lo más lejos que puede, exigiendo que acaben con su sufrimiento.
“Eso es legal”, insiste.
Dos días antes de morir, el sábado, Pedro organizó una fiesta. 80
personas, entre familiares y amigos. “Como una boda”. “Todos saben mi
decisión, y me apoyan. Va a ser muy emotivo”, dice en uno de los pocos
momentos en que su firmeza parece que se rompe. “Yo invito. Bueno,
pagará el Estado”, bromea refiriéndose a que se va a gastar su última
pensión en el convite. El domingo, médicos de la asociación DMD le
visitaron. “Hicimos una valoración de su estado de sufrimiento, que él
considera ya intolerable. Dado que en su estado no hay alternativa, y
contando con el consentimiento del paciente, se procedió a la sedación”,
cuenta el médico que le visitó. Falleció el lunes, en su casa, después
de despedirse de su novia, sus amigos, su familia y su perro. El martes
fue enterrado.
El hombre sabe perfectamente lo que quería. “Cuando todo se acabe,
que me incineren y me entierren bajo un nogal. Imagínate un mundo donde
en vez de cementerios hubiera bosques. Así, por lo menos, una vez muerto
podré servir de abono y ayudar a luchar contra la deforestación”, dice.
No sabe qué habrá después —“No tengo ni idea. Ojalá volvamos a la vida
para seguir aprendiendo. Cuando nos veamos ahí, y que sea muy tarde, ya
lo sabremos”— pero, vaya donde vaya, llevará su lema: “¿Mi epitafio? Lo
que ha sido mi vida: ‘Muerte al Estado y viva la anarquía’. Dilo así”,
insistió. Y queda dicho.
Una larga lista de antecedentes
Ramón Sampedro (1943-1998). Parapléjico desde 1968,
cuando tenía 25 años, el hombre luchó durante 30 años para que los
tribunales permitieran que un médico le diera una combinación de
fármacos que acabara con su vida. No lo consiguió, y, al final, decidido
a acabar con su vida, ingirió una dosis letal de cianuro que alguien le
suministró. Luego se supo que había sido su amiga Ramona Maneiro, pero
el delito de colaboración necesaria para el suicidio ya había prescrito.
Su caso fue reflejado en la película Mar adentro.
Madeleine Z. (1938-2007). La mujer, que sufría una
grave enfermedad paralizante, se quitó la vida en su casa de Alicante
ingiriendo una combinación de fármacos. Recibió asesoría de la
asociación Derecho a Morir Dignamente.
Inmaculada Echevarría (1955-2007). La mujer vivió 10
años postrada en una cama con la ayuda imprescindible de un respirador.
Tardó más de medio año en conseguir que los médicos del Servicio
Andaluz de Salud que la atendían aceptaran su petición de que la
desconectaran de la máquina, algo a lo que, según la Ley de Autonomía
del Paciente de 2002, tenía derecho. Al final, fue la propia Junta la
que aprobó su demanda, que solo pudo cumplirse cuando cambió de
hospital, de uno concertado a uno público. Su caso motivó que Andalucía
elaborara una Ley de Muerte Digna, modelo de la que dejó preparada el
último Gobierno socialista y que está pendiente de tramitar en el
Congreso, donde no se espera que el PP la retome.