ELPAIS
M. Á. BASTENIER 26/01/2011
Dos acontecimientos del pasado fin de semana son óptimos para tomarle la temperatura -fiebre alta- al conflicto árabe-israelí. El primero es la incorporación de un nuevo actor a la publicación de filtraciones sobre el proceder de la diplomacia mundial y su absoluto desprecio por la opinión pública, que Wikileaks facilitó a cinco grandes periódicos, entre ellos EL PAÍS. El agente difusor es la cadena de televisión de Qatar Al Yazira, y sus probables hackers hay que buscarlos entre el personal de la Autoridad Palestina (AP); y el segundo, la libre absolución pronunciada por Jerusalén del comando que en mayo de 2010 asaltó un barco turco con ayuda humanitaria para Gaza, en el que murieron nueve activistas desarmados.
La TV árabe está emitiendo el contenido de 1.500 documentos que presuntamente expresan la posición de la AP en las negociaciones con Israel de estos últimos años. En lo que se asegura que son minutas fidedignas, el presidente Mahmud Abbas aceptaba que Israel se anexionara casi todas las grandes colonias en los territorios ocupados, notablemente en la periferia de Jerusalén, vastamente ampliada desde la conquista de su parte árabe en 1967; se resignaba a un condominio sobre los lugares sagrados del islam en la Ciudad Vieja; y endosaba la repatriación de solo un puñado de los cuatro millones de refugiados y sus descendientes, expulsados o desplazados en las guerras de 1948 y 1967. La AP sostenía, sin embargo, en público que reivindicaba todo Jerusalén Este y, de conformidad con las resoluciones de la ONU, la retirada israelí a las líneas anteriores a ese último conflicto. El mentís oficial palestino oscilaba entre un genérico: "es un montón de mentiras", a la defensa puramente técnica de que no cabía calificar de concesiones nada que no fuera final, oficial, y firmado. O sea que no hay problema.
La imagen resultante era la de unos gobernantes desesperados por obtener un Estado a cualquier precio, y todo ello inútilmente, puesto que Israel rechazaba, una tras otra, cada oferta. Pero los documentos hablaban también por omisión de la actitud del Gobierno que preside el líder del Likud, Benjamín Netanyahu. Israel quiere la paz de la victoria, con una retirada mínima y fórmulas que permitan el control de todo aquello que abandone, lo que equivale a vetar una verdadera soberanía palestina. Buena parte de la opinión israelí desdeña las resoluciones de la ONU con el argumento de que el mundo que consintió el Holocausto no puede dar lecciones al Estado sionista. Israelíes de inclinación liberal, que respetan personalmente al pueblo palestino, argumentan que el territorio de la inmensa mayoría de los Estados del planeta se ha consolidado por la fuerza, y a santo de qué tendría Israel menos derecho que ellos al fruto de su proeza militar. Solo Israel puede decidir a qué tienen derecho los palestinos. Por eso, nunca bastarán las concesiones.
Las conclusiones de la investigación sobre el asalto a la flotilla contienen asimismo alguna novedad. Israel ha investigado centenares de casos en los que su Ejército ha sido acusado de crímenes o desafueros contra el mundo palestino. Cuando se denunciaba un atropello supuesto o real, de inmediato se investigaba, como exige el lema de "la pureza de las armas" de que blasona el Ejército israelí. Y un número respetable de esas investigaciones se traducía en condena de oficiales y soldados, pero sin que casi nunca comportaran sanciones. Pocos Ejércitos investigan tanto. El caso paradigmático es el de Ariel Sharon, obligado a dimitir como ministro de Defensa por su responsabilidad indirecta en la matanza de cientos de civiles palestinos en los campos de Sabra y Chatilla, perpetrado por milicias cristianas en la invasión de Líbano de 1982. Dimitió, pero siguió como ministro sin cartera y en 2001 llegó a jefe de Gobierno. La comisión que investigaba al comando no encontraba en este caso culpables. También aquí se encastillaban posiciones.
Ambos acontecimientos revelan la inutilidad de negociar. Habría que volver a la primera casilla del conflicto o, como dicen optimistas incurables, abandonar la idea de dos Estados, palestino e israelí, codo con codo en una superficie menor a la de Cataluña, para propugnar un solo Estado, plenamente democrático, como si hubiera sionistas que pudieran aceptarlo con la perspectiva de una próxima mayoría demográfica árabe-musulmana que negaría la judeidad del país. Ese es el plan que avista cada día con mayor desánimo la diplomacia del presidente Obama.
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