(Foto: gagosian.com)
"Dios es realmente otro artista... como yo... yo soy Dios, yo soy Dios, yo soy Dios..." le dijo Picasso a un amigo en los años 30. La frase cierra 'Picasso, The triumphant years, 1917-1932', tercera parte de la biografía que sobre el genio ha escrito John Richardson.
Enfrascado en la redacción del cuarto y último volumen, Richardson, 86 años, ha encontrado tiempo para ser el comisario de una exuberante exposición, 'Mosqueteros'. Abierta en la galería Gagosian de Manhattan, da cuenta de la última, y más desconocida, etapa picassiana. Esa que cubre el arco 1962-1972, inédita en Nueva York desde mediados de los 80.
"Picasso estaba muy al tanto del sentimiento casi religioso con el que algunos artistas abrazaban el concepto de una Última Gran Fase -comenta el biógrafo en el fastuoso prólogo del catálogo- "Tiziano y Rembrandt, Monet y Cézanne estaban entre los pocos que habían seguido ese designio". Otro que también lo hizo, George Bracque, sobrevolaba sus años postreros "obsesionado con el espacio táctil".
El problema, para Picasso, era que él "seguía obsesionado con la figura, y la figuración estaba pasada de moda a mediados de los 60".
Lo resolverá a golpe de dinamita.
Sabía que remaba a la contra.
Acusaba a los abstractos de conducir al arte a un callejón muerto.
Quería regresar a los clásicos, a la tradición que había nutrido sus obras con el verde veneciano, los platas velazqueños, las brujas de lenta y negra frazada de Goya.
Volver, claro, aunque "picassificando", como cuenta Richardson en la entrevista concedida a EL MUNDO; esto es, peinando los colores, espejos, palomas, perros, hasta encuadrarlos en el universo paralelo, moreno, de yeguas y perfiles, que había acuñado durante la revolución cubista, combinándolos con los muslos heráldicos, mediterráneos, de su etapa neoclásica, revolviendo todo hasta practicar una pintura visceral, rauda, urgente, y al tiempo borracha en los viejos licores de sus queridos monstruos.
De modo que la última etapa de Picasso será doblemente herética o impura.
Homenajea el temblor de los clásicos, penetra el retablo del Siglo de Oro, cabalga junto a El Greco, etc., haciendo un corte de mangas suicida -a la postre triunfal- a las modas.
Y renuncia a jugar al noble anciano zen. No, él nunca mojaría su pincel en el sopor de quienes al llegar a viejos parecen charlar con Dios cada mañana. Sus cuadros se llenan con mujeres y hombres desnudos, parejas copulando, falos, senos, dedos, ojos, vaginas.
Porque Picasso, en fin, creía en el arte como una enmienda total, guerra de besos, sudor, saliva, contra la sucia malaria del vacío, enfrentada a la abstracción, y la muerte.
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