Domingo , 18-04-10
Ni en su expresión ni en su atuendo hay nada que denote que nos encontramos ante el «Niño salvaje de Sierra Morena». Pero la historia de este hombre que escucha atento las palabras de Gerardo Olivares, cineasta y aventurero, es sencillamente asombrosa. Marcos Rodríguez Pantoja pasó doce años de su vida aislado y solo en algún paraje perdido entre Fuencaliente y Cardeña.
Sólo sabe que en una fecha imprecisa cercana a 1953, sus padres lo entregaron a un viejo pastor. Apenas contaba con siete años de edad. Con el cabrero vivió algunos meses en condiciones de extrema rudeza. Hasta que el pastor desapareció y Marcos sobrevivió en absoluta soledad acogido por una manada de lobos. Doce años después, un guarda forestal divisó un extraño ser, medio animal medio persona, con el cabello por la cintura y cubierto con pieles de venado.
Uno de ellos
En el bar de la plaza de Cardeña, sus palabras suenan a materia de fábula. «Me sentía un personaje en la sierra. Todos los bichos me acogían como si fuera uno más. Era como uno de ellos». Su infancia había sido singularmente áspera, como la de cientos de niños de la España rural de la posguerra. Su padre, carbonero, había enviudado y su madrastra lo obligaba a robar bellotas y a cuidar cerdos a cambio de cuatro pesetas. Fue sistemáticamente maltratado, según recuerda con dolor. Por eso, quizás, no se extrañó de que fuera entregado a un anciano pastor ni intentó volver al pueblo cuando aquél se esfumó. «Lo había pasado muy mal y preferí quedarme allí. Me pegaba todo el mundo. Mi madrastra también. Así que me refugié en la naturaleza».
Con el pastor intercambiaba muy pocas palabras. Se limitaba a ayudarlo en el cuidado de las cabras y a compartir con él la inmensa soledad de la montaña. «El viejo era más salvaje que yo. Cazaba un conejo, lo desollaba, lo partía en dos y me daba un trozo de carne. Cruda, por supuesto». Un día el pastor desapareció. Aún no sabe por qué. Se quedó entonces solo ante la crudeza de la sierra. Y tuvo que adaptarse. «Al principio dormía en un viejo caserón, que arreglé con palos y ramas. Pero luego encontré una bocamina y allí me refugié. Cazaba carne y la compartía con los lobitos. Me acogieron como si fuera de su familia. Para cazar, me escondía junto al río y cuando bajaban los ciervos me montaba encima de ellos, les daba un golpe con un palo y llamaba a los lobos. Aullaba y venían cuando lo necesitaba. Luego, le quitaba la piel, le sacaba las tripas, y me la ponía encima para abrigarme. Las moscas y las avispas venían detrás mía».
Estudio antropológico
La suya es una historia insólita, que ya fue objeto de un estudio antropológico en 1975 por Gabriel Janer, profesor de la Universidad de Palma de Mallorca, que analizó minuciosamente su caso en un trabajo titulado «La problemática educativa de los niños selváticos». Fue este antropólogo quien puso sobre la pista de Marcos al cineasta Gerardo Olivares, que ultima ahora el rodaje de «Entre lobos».
Pantoja escucha atento las explicaciones de Olivares. Y prosigue con su relato. «Cuando me localizó la Guardia Civil me dejaron con unos pastores. Llegamos a Lopera (Jaén) y allí me acogió un cura». El sacerdote decidió entregarlo a unas monjas en Madrid, que se hicieron cargo de él y le aplicaron un artilugio fabricado con dos tablas para corregir la desviación de columna que presentaba después de tantos años caminando encorvado. «Ahora ya voy comprendiendo las cosas», dice, «pero al principio era criminal. Era imposible aguantar tanto ruido, tanto jaleo. Era como un bicho que sueltan en la ciudad. Al principio tuve muchos problemas. Si tenía hambre me metía en un bar para comer. Pero no sabía que había que pagar y tuve un montón de conflictos».
Poco tiempo después tuvo que hacer la mili. Su adaptación se hizo insostenible. Y el coronel acabó entendiendo que un cuartel no era el lugar idóneo para un individuo extravagante como aquél.
Marcos tiene hoy 64 años y una azarosa vida tras de sí que lo ha llevado por innumerables destinos en busca de trabajo. Desde hace varios años vive en un poblado cercano a Orense, donde fue contratado como casero de un cortijo. «Allí estoy muy bien. He encontrado a mi familia en Galicia. Todo el mundo me quiere».
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