El Pentágono ha declarado prioridad nacional el comienzo de los enjuiciamientos por comisiones militares de algunos de los detenidos en Guantánamo. Para cinco acusados de pertenecer a Al Qaeda y de organizar los atentados terroristas del 11 de septiembre, que han permanecido casi tres años en prisiones secretas de la CIA, ya se han iniciado vistas orales previas al juicio propiamente dicho ante tribunales castrenses sui géneris, que se espera para mediados de septiembre, a tiempo para intentar influenciar las elecciones presidenciales de noviembre.
La farsa judicial de la prisión militar de Guantánamo, denunciada esta misma semana por la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Louise Harbour, no debe siquiera comenzar. Ni siquiera en el caso improbable de que el Supremo de Estados Unidos diera luz verde para ello, en su esperada decisión sobre los derechos de los prisioneros allí confinados desde que George W. Bush estableciera ese infame sistema carcelario en tierra de nadie, a raíz de los terribles ataques islamistas del 11-S. Un sistema infrahumano que, según la organización estadounidense Human Rights Watch, está produciendo desórdenes mentales a una buena parte de los casi 300 sospechosos de terrorismo, ninguno de los cuales ha sido llevado en seis años ante un tribunal digno de tal nombre.
Los aspirantes a la Casa Blanca, tanto el republicano McCain como el demócrata Obama, han prometido cerrar Guantánamo. Mientras ese imprescindible momento llega, lo sensato y lo decente es que Washington aplique la doctrina establecida en junio de 2006 por su Tribunal Supremo, según la cual cualquier persona bajo custodia militar estadounidense en cualquier parte del mundo tiene derecho al menos a ser juzgada por un tribunal constituido regularmente y con todas las garantías judiciales. No parece el caso de la representación que se prevé.
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